domingo, 20 de noviembre de 2011

Sueños de colores

Quique nació con una extraña enfermedad que aún hoy, los médicos no saben curar. Durante años, había pasado por clínicas afamadas y puesto en manos de los mejores neurólogos del mundo. Su caso había traspasado el conocimiento local y trascendía como un reto dentro del mundillo médico.

El día que vino al mundo todo fue normal, tras unas suaves palmadas, lloró como cualquier recién nacido y a los pocos días abría sus enormes ojos para contemplar los lugares y objetos que estaban allí para que él los descubriera.

Con el paso de los años, Quique iba conociendo el mundo que le rodeaba. Todas aquellas cosas que un día aprendimos y que parecen tan intrínsecas a nosotros mismos como el respirar, pero que no son otra cosa que pequeños datos que introducimos en nuestra vida, se depositan en una zona de nuestra mente y permanecen allí hasta el final de nuestros días como si siempre hubiesen estado. Así supimos de los números, las letras y los colores. Pero, Quique, nunca aprendió los colores.

Cuando sus padres jugaban a enseñarle el mar y lo identificaban con el azul, él no veía el color del mar. Distinguía su forma, su aspecto, pero no podía ver el azul. Tampoco, el del cielo.

Su mundo tenía millones de tonalidades de gris. Para él, todo era distinto. La primera bicicleta fue verde. La sangre que brotó de sus rodillas cuando se cayó en el parque, era roja. Aquella niña que se sentaba dos pupitres delante de él y de la que se pasó todo el curso enamorado era rubia. Su traje de primera comunión, azul. Pero, Quique no lo sabía.

Sus padres, entre desvelos y preocupaciones, fueron enseñándole los colores. Nunca pudo verlos, al menos hasta ahora, pero consiguieron que Quique entendiese que son los colores a base de sensaciones. Una suave bola de algodón era el blanco. El verde, un manojo de fresca hierba. El golpe de una ola era el azul y el rojo, el calor de una hoguera.

Cuando llegaba la hora de dormir, sus padres arropándole, después de besarle, se despedían deseándole que soñase de colores. Y allí, perdido entre sueños, Quique disfrutaba de todos los colores que con el día desparecían. Durante años, con las sensaciones que sus padres le habían transmitido soñó y soñó pintando las cosas grises que veía en la vida real y era tan grande la ilusión por imaginar el color del mundo que antes de llegar a la adolescencia descubrió colores maravillosos que nunca, nosotros, hemos visto.

De esta manera, Quique, descubrió el color del amor, de la infancia, de los besos, de la risa y de muchísimas cosas que nosotros ignoramos. Quizás, deberíamos hacer como él, ponerle color a nuestras sensaciones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario