Mi abuela nació hace casi un
siglo en aquella España alfonsina pobre y miserable, en una pequeña aldea de
los montes occidentales de Asturias donde jamás llegarías si no fuera por lazos
que te unen allí. Pronto se vino a Madrid con un hermano como uno de los dos
destinos que le esperaban a las mujeres de aquella época: casarse o irse a la
capital a labrarse un futuro. Ella era de las segundas pero aquí, en Madrid, también
le esperaba también la primera de las opciones. Conoció a mi abuelo, otro
asturiano de una aldea aún más pequeña y aún más perdida. Él era grande, con un
carácter muy fuerte y abusando del tópico, con un enorme corazón. Juntos
iniciaron una vida salpicada con una guerra, que curiosamente en su final trajo
a mi tía y a mi madre, con apenas un año de diferencia.
También criaron a dos sobrinas
huérfanas, junto con mi madre y mi tía. Así eran los lazos de sangre en aquella
época. Lo poco que había al principio se repartía entre los que fueran y los
que fueran siempre eran más. Pero mi abuela tenía un espíritu emprendedor y
activo y las cosas empezaron a irles bien. Siempre presumía de haber aprendido
a leer sola y eso le permitió a lo largo de toda la vida, disfrutar cada día de
algo que le entusiasmaba: leer el ABC del titular al último punto. Lo hacía con
tanto entusiasmo que hasta le molestaba que le interrumpiesen cuando estaba
leyendo. Su cultura provenía de la vida, del periodismo y de otra de sus
grandes aficiones, los concursos. Puede que nunca contestase bien ninguna de
las difíciles preguntas de esos concursos pero verlos le encantaba. Disfrutaba
muchísimo si alguno de los nietos que anduviese por allí, contestaba
correctamente la pregunta. Te miraba con cierta satisfacción y con mucha
complicidad.
Fue moderna, a su manera, para su
época. Salió de una aldea perdida, montó y dirigió negocios, hizo inversiones y
se alejó de los tópicos de aquellos años. Cuando enviudó aún vivió algunos años
sola como signo de independencia. Era orgullosa y testaruda y en ocasiones
lucía una mala leche bastante poderosa. Según le diera. Era hija de su tiempo, había
salido adelante en un entorno hostil y era recelosa cuando creía que de
defenderse se trataba.
Una de sus preocupaciones era que
nos “recogiésemos”, por eso siempre trataba a las parejas de los nietos como a
propios nietos y era habitual que usase el posesivo “mi” para hablar de ellos.
Le gustaban todos y siempre recibían buenas palabras de ella, quizá mejores que
las que recibíamos los nietos. También pasaba con los amigos, que siempre
recibían un trato muy cercano y cariñoso y acababan conociéndola como la “abuela”.
Amigos de mi prima, de mi hermana, de mis primos, futuros generales compañeros
de mi hermano, a los que ha visto jurar bandera o convertirse en tenientes, amigos
míos de toda la vida, compañeros de facultad, se referían a ella no como tu
abuela, sino directamente como “la abuela”. Su último gran acto fue la boda de
mi primo Rafa. Aún tuvo fuerzas para estar presente y dominar la escena, como
ella hacía, a base de cariño y cierta exageración en las frases y los gestos.
El lunes se fue y todos sabemos
que es lo mejor para ella, decir adiós de una manera suave, tranquila, sin
sufrir, sólo dejándose ir para reunirse con mi abuelo. Fue muy triste despedirse pero había algo de
reconfortante en ver a mis padres, a mis tíos, a mis hermanos y a mis primos,
allí todos juntos en torno a mi abuela. Unas navidades, idea de mi prima Cris,
le regalamos una foto grande en tela, en la que salíamos todos los nietos, sentados delante de su
habitación. Esa foto aún está allí colgada, se nos ve jóvenes y felices. Supongo
que cuando nos recuerde donde esté, nos verá así, porque fueron muchos días
levantándose frente a esa imagen.
Seguiremos imitando sus
expresiones que forman parte del lenguaje familiar. Esa mezcla de bable, con
expresiones de pueblo y un acento forzado cuando quería, que se ha traspasado a
todos nosotros y que a veces, nos sorprendemos usando. De vez en cuando, para recordarte cuando me vayan a servir una comida, diré aquello tan tuyo de "a mi sólo un "gotacho". Echaremos de menos que
se queje de su salud, diciendo que “está muerta de los dolores”, cuando en 97
años nunca pisó un hospital, ni tuvo nunca una enfermedad grave. Por ahí
quedará el bastón, que usaba para apoyarse pero también para ejercer el mando
que nunca abandonó como buena matriarca familiar. Y quedarán muchos recuerdos, muchos años con nosotros y sobre todo mucho cariño.
¡Hasta siempre abuela, te quiero!