miércoles, 16 de octubre de 2013

¡Hasta siempre abuela!

Mi abuela nació hace casi un siglo en aquella España alfonsina pobre y miserable, en una pequeña aldea de los montes occidentales de Asturias donde jamás llegarías si no fuera por lazos que te unen allí. Pronto se vino a Madrid con un hermano como uno de los dos destinos que le esperaban a las mujeres de aquella época: casarse o irse a la capital a labrarse un futuro. Ella era de las segundas pero aquí, en Madrid, también le esperaba también la primera de las opciones. Conoció a mi abuelo, otro asturiano de una aldea aún más pequeña y aún más perdida. Él era grande, con un carácter muy fuerte y abusando del tópico, con un enorme corazón. Juntos iniciaron una vida salpicada con una guerra, que curiosamente en su final trajo a mi tía y a mi madre, con apenas un año de diferencia.

También criaron a dos sobrinas huérfanas, junto con mi madre y mi tía. Así eran los lazos de sangre en aquella época. Lo poco que había al principio se repartía entre los que fueran y los que fueran siempre eran más. Pero mi abuela tenía un espíritu emprendedor y activo y las cosas empezaron a irles bien. Siempre presumía de haber aprendido a leer sola y eso le permitió a lo largo de toda la vida, disfrutar cada día de algo que le entusiasmaba: leer el ABC del titular al último punto. Lo hacía con tanto entusiasmo que hasta le molestaba que le interrumpiesen cuando estaba leyendo. Su cultura provenía de la vida, del periodismo y de otra de sus grandes aficiones, los concursos. Puede que nunca contestase bien ninguna de las difíciles preguntas de esos concursos pero verlos le encantaba. Disfrutaba muchísimo si alguno de los nietos que anduviese por allí, contestaba correctamente la pregunta. Te miraba con cierta satisfacción y con mucha complicidad.

Fue moderna, a su manera, para su época. Salió de una aldea perdida, montó y dirigió negocios, hizo inversiones y se alejó de los tópicos de aquellos años. Cuando enviudó aún vivió algunos años sola como signo de independencia. Era orgullosa y testaruda y en ocasiones lucía una mala leche bastante poderosa. Según le diera. Era hija de su tiempo, había salido adelante en un entorno hostil y era recelosa cuando creía que de defenderse se trataba.

Una de sus preocupaciones era que nos “recogiésemos”, por eso siempre trataba a las parejas de los nietos como a propios nietos y era habitual que usase el posesivo “mi” para hablar de ellos. Le gustaban todos y siempre recibían buenas palabras de ella, quizá mejores que las que recibíamos los nietos. También pasaba con los amigos, que siempre recibían un trato muy cercano y cariñoso y acababan conociéndola como la “abuela”. Amigos de mi prima, de mi hermana, de mis primos, futuros generales compañeros de mi hermano, a los que ha visto jurar bandera o convertirse en tenientes, amigos míos de toda la vida, compañeros de facultad, se referían a ella no como tu abuela, sino directamente como “la abuela”. Su último gran acto fue la boda de mi primo Rafa. Aún tuvo fuerzas para estar presente y dominar la escena, como ella hacía, a base de cariño y cierta exageración en las frases y los gestos.

El lunes se fue y todos sabemos que es lo mejor para ella, decir adiós de una manera suave, tranquila, sin sufrir, sólo dejándose ir para reunirse con mi abuelo.  Fue muy triste despedirse pero había algo de reconfortante en ver a mis padres, a mis tíos, a mis hermanos y a mis primos, allí todos juntos en torno a mi abuela. Unas navidades, idea de mi prima Cris, le regalamos una foto grande en tela, en la que salíamos  todos los nietos, sentados delante de su habitación. Esa foto aún está allí colgada, se nos ve jóvenes y felices. Supongo que cuando nos recuerde donde esté, nos verá así, porque fueron muchos días levantándose frente a esa imagen.

Seguiremos imitando sus expresiones que forman parte del lenguaje familiar. Esa mezcla de bable, con expresiones de pueblo y un acento forzado cuando quería, que se ha traspasado a todos nosotros y que a veces, nos sorprendemos usando. De vez en cuando, para recordarte cuando me vayan a servir una comida, diré aquello tan tuyo de "a mi sólo un "gotacho". Echaremos de menos que se queje de su salud, diciendo que “está muerta de los dolores”, cuando en 97 años nunca pisó un hospital, ni tuvo nunca una enfermedad grave. Por ahí quedará el bastón, que usaba para apoyarse pero también para ejercer el mando que nunca abandonó como buena matriarca familiar. Y quedarán muchos recuerdos, muchos años con nosotros y sobre todo mucho cariño. 


¡Hasta siempre abuela, te quiero!