jueves, 3 de noviembre de 2011

Quizás

"...puede matar" fue la primera noticia que tuvo del día. Sobre la mesilla, una botella de whisky, un cubo de hielo con agua, un par de vasos anchos de buen cristal y una cajetilla de Camel de pie. Sus enrojecidos ojos, aún medio cerrados se perdieron a lo largo de la calle St Honoré entre los carruajes, el pavimento mojado y la arquitectura parisina. Había comprado aquella lámina la primera vez que visitó el Thyssen. Mirando el cuadro se recordó asímismo en aquella plaza, junto a la fuente que aún existía, un siglo después de que Pissaro, desde una ventana del Hotel Louvre, detuviera la inmediatez de las cosas, el cambio fugaz, el instante tras la lluvia. El mismo instante fugaz en el que se despidió de María. 

Hay historias de amor, que no tienen historia, que ni siquiera tienen amor. O quizás, si tuviese historia, incluso amor y aquella no fuese una historia de amor. Aunque no importe. Dos personas de paso, dos vidas opuestas. Ella, camino de su boda en Londres. El, huyendo de una ruptura, intentado olvidar explicaciones, familia, amigos, responsabilidades. Puede que fuese el destino o el azar, tal vez los pequeños y revoltosos dioses del amor o tan sólo París, el bello París, juntado dos soledades. Tres maravillosos días y una dulce despedida, allí en donde Pissaro, disfrutó de la vibración de la luz y ellos de una historia de amor, sin historia, sin amor o quizás si tuvo historia, si tuvo amor y sencillamente no fue una historia de amor, aunque no importe.

El parpadeo, le devolvió a la mañana de ese sábado y a encontrarse con un bolso sobre el aparador. Con estudiada parsimonia movió el cuerpo debajo de las sábanas para despejar el sueño de la realidad y sentir que ella estaba allí. El roce de una piel caliente y suave, le reconfortó. Se dio la vuelta y la encontró tan hermosa como creía recordarla en la noche anterior. Su melena, en ángulos y formas casuales, ocultaba graciosamente parte de su cara. Tenía la belleza serena que dan los años, cuando la juventud se ha tornado en vida y el rostro deja de ser promesa para reflejar algo de lo que fuimos, somos y seremos. Miró su desnudez, los pechos latiendo al respirar, el vientre que había dejado ser joven y los muslos recortados en las sábanas que tapaban su cintura. 

Se incorporó, busco sus gafas en la mesilla, recostándose sobre la almohada doblada y susurró su nombre, Julia. Recordaba a otra Julia. Hacía mucho de aquello y quizás sólo recordaba su nombre y no a ella. Un leve intento de encontrar en la memoria, rostros, nombres, lugares y momentos fue suficiente para que notase el peso del whisky, el tabaco y los excesos de amor. Volvió a contemplarla tentado de besar su hombro. Busco la cajetilla de tabaco, encendió un cigarro y con una pequeña calada, se sintió despierto. 

El olor del café recién hecho coincidió con los primeros movimientos del despertar hasta que un buenos días vergonzoso llegó a sus oídos, mientras ella cubría su medio desnudo cuerpo disimuladamente. El se acercó y con una agradable sonrisa envuelta en un tímido beso, la contestó. 

Cuando cerró la puerta, tras su marcha y reteniendo el último beso como una esperanza, fijó de nuevo los ojos en la calle St. Honoré. Se sentía contento. Sabía que la noche es mágica, que teje su oscuridad para ocultarnos y que sólo brillen nuestras mejores vestimentas. La mañana no tiene escondite, es natural y auténtica. Julia había sido cautivadora en la noche y era deliciosa en la mañana. 

Quizás pudiese ser una historia de amor, con historia y con amor. Quizás.


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