domingo, 13 de noviembre de 2011

Hace 30 años del futuro: Blade Runner

Era la primera vez que veíamos el futuro del mundo. Hace casi 30 años, por primera vez, vimos el futuro del mundo que conocíamos. No de galaxias muy lejanas, ni de mundos perdidos, veíamos Los Angeles en el 2019. Un ciudad oscura, de cielos negros, de lluvia acida y en el que la luz sólo proviene de los neones y los fuegos que culminan altas torres. Por primera vez, en unos años 80 recién estrenados, vimos el futuro. Es la era poscapitalismo, postindustrial y hasta postmoderna. El mundo sin política, sin el Muro, mandado por Grandes Corporaciones. Ya nos avanzaban quien ganaría en aquel tablero frío sólo unos años después.



Deckard, el Blade Runner, el navajero debe eliminar a cuatro replicantes, los mejores, los Nexus-6. En el mundo del futuro había, entiendan la falta de sincronía y la contradicción, seres artificiales perfectamente humanos a los que se dota de identidad y recuerdos para que sean más humanos. Y lo son. Aman la vida, aman a los suyos. Aman hasta el dolor. El colosal replicante Roy atraviesa su mano con un clavo para sentir. Dolor. Podría ser amor, quisiera que fuera amor, aunque es odio cuando no consigue lo que quiere. Odio al creador en su faraónica pirámide, Tyrrell, al paradojicamente mata por no darle la vida eterna, siquiera más larga. Odio al imperfecto Sebastian, bueno, triste y solitario, el joven envejecido que comparte su vida con juguetes más artificiales que los pellejudos, como llaman a los replicantes en argot. Odio al ingeniero genético que creó sus ojos y al que antes de matar le dice Si supieras las cosas que he visto con tus ojos. Más tarde, cuando la vida se le escapa en forma de paloma, en una metáfora del espíritu, también le dice a Deckard que ha visto cosas que nosotros jamás imaginaríamos, brillar rayos gamma en la puerta de Tanhauser, atacar naves en llamas más allá de Orión.



Así empieza la película, un ojo en el que se reflejan llamas, la prueba de dilatación de pupilas para detectar replicantes, el test Voigt-Kampff. Rachel, con su foto de niña, lo es. El Blade Runner, el navajero, conoce sus sueños, sus recuerdos, sus reacciones al rememorarlos. Especial, única .. o quizás no tanto...porque quizás Deckard lo sea y muy probablemente Gaff. ¿Quien es humano entonces? ¿Tyrrell, el hacedor, el demiurgo? ¿Sebastian, el envejecido prematuramente, la burla de la vida? Los llameantes ángeles cayeron, ardiendo con los fuegos de Orc dice Roy, esos versos de William Blake en América, una profecía. Orc, el Terror, la serpiente enredada y el poema que dice también Todo lo que vive es sagrado, la vida se deleita en la vida. No son humanos, son replicantes ¿pero quien no quiere vivir al menos hasta mañana?



Y Deckard sabe el final de León y de Zhora y de la bella Pris, creada para satisfacer a los hombres allá en las Colonias. Y de Roy, el mejor de todos ellos. Pero también el de Rachel, el especimen replicante único: deben morir, deben ser retirados. ¿Es posible el amor entre el hombre y la máquina? Deckard ama a Rachel y bajo la música de Vangelis, en un saxo sostenido, la besa. ¿Es posible besar y sentir el amor con un ser artificial? Y cuando se van, cuando Deckard lo deja todo por ella y se quiere encaminar a los verdes montes, que no son más que un deshecho de imágenes que sobraron en El Resplandor de Kubrick, descubre un unicornio hecho con papel que ha dejado Gaff. En su sueños, en su sueño recurrente un unicornio corre por los mismos montes frondosos a los que se dirige y Gaff en uno de sus ejercicios de papiroflexia ha hecho un unicornio. Conoce sus sueños, conoce sus recuerdos. Deckard es un replicante.



Pero como dijo Gaff, el oscuro policía malhablador de mil lenguas que vertebra la película: Lástima que ella no pueda vivir. ¿Pero quien vive?. Es el sentido trascendente de la vida para que al final, en el momento anterior sólo tengamos una certeza: hemos de morir. Todos estos recuerdos se perderán como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.

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