viernes, 3 de febrero de 2012

El canon perfecto


Recordaba el otro día la primera vez que fui a París, siendo universitario, como fuimos a recoger a la novia belga de un amigo, a la Biblioteca de París porque estaba allí buscando información para un estudio. No sé si será cierto o parte de la leyenda, pero en su origen la Biblioteca de París construyó sus estanterías de forma que ningún libro estuviese por debajo del brazo estirado de un hombre de talla media hacia arriba o hacia abajo, de tal manera que ni tuviese que agacharse ni subirse a nada para conseguir un libro. Estaban hechas a medida del hombre.





        
Y aquella es una idea que siempre me ha rondado en la cabeza: el mundo debe estar hecho a la medida del hombre. Y no me refiero como la Biblioteca a medida física sino a la mayor y más amplia, a la intangible. A veces nos empeñamos, incluso nos refugiamos, en hacer el mundo y lo que hay en él, a medida de Dios o de los dioses, o de las ideas, las grandes ideas. Creemos y damos valor a palabras que son grandiosas, que encierran conceptos grandiosos, pero  olvidamos que fue el hombre el que los ideó, el que los creó, el que los pensó y que a él  deben ceñirse. 


Si uno contempla lo que le rodea es fácil que se sienta un pequeño accidente, un pequeño punto, algo circunstancial, casual dentro de todo lo grandioso, monumental que nos envuelve y sin embargo hubo alguien, o muchos, que lo crearon todo desde el hombre y es al hombre al que debería pertenecer y servir. 

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