lunes, 24 de octubre de 2011

Ocasos

Se ajustó el pañuelo al cuello con un mimo y detalle que no recordaba desde hacía casi una década. No necesitó esfuerzo para acordarse de la última vez, el bautismo de su nieto Javier, un mes antes del fallecimiento de su mujer. Siempre fue un hombre coqueto al que le gustaba lucir impecable. En sus tiempos de Interventor del Banco Pastor, Maite, su mujer, le preparaba la ropa cada mañana mientras se afeitaba. Traje, camisa, corbata, zapatos brillantes y gemelos que lucía de buen porte. De los zapatos, se encargaba él mismo; los domingos por la tarde, mientras escuchaba el Carrusel Deportivo en la radio, abrillantaba los zapatos de la familia. Decía que era de las cosas buenas que le había enseñado la mili. El espejo le devolvía tras el pañuelo imágenes de aquellos tiempos.

Eran las 6 de la tarde y ya estaba perfectamente arreglado, tanto que, al sobrarle tiempo, le entraban las dudas sobre si era mejor llevar aquella otra camisa, esa chaqueta o el pañuelo que le regalaron sus hijos para Reyes. Llevaba tanto tiempo alejado de estas tesituras que había pasado mala noche, despertándose a cada rato y desde el principio del día estaba notoriamente nervioso.

Extrañamente, mostraba una prisa inusitada al recoger la mesa y componer la cocina. Hasta había apurado a sus nietos que se dieran prisa con el postre, lo que resultaba realmente desacostumbrado puesto que, en la medida en que podía, intentaba alargar siempre el estar con sus nietos. Aquel día, sin razón aparente, regaló un billete de cinco euros a sus dos nietos para que comprasen chucherías. Le dijo a su hija, sorprendentemente, que debería ir más a la peluquería y que habían abierto una nueva junto al concesionario de coches que llevaba una chica muy moderna y simpática. En ese instante fue cuando su hija reparó en su nuevo peinado y en el colorete que avivaba sus mejillas, pero no dijo nada y a cambio recibió una sonrisa cómplice y amplia.

El Centro Social del Distrito no era gran cosa, un edificio de ladrillo de forma caprichosa, que no se justificaba ni por estética, ni por un aprovechamiento del solar. Cada jueves y martes había bailes de salón. Pablo se había apuntado este septiembre animado por su amigo Félix, que ya llevaba un año asistiendo a bailes de salón, dos horas, dos días, cada semana. Desde el principio se encontró a gusto, siempre le había gustado bailar y encontró a otros vecinos del barrio con los que había mantenido una buena relación. Lourdes se había mudado hacía poco al barrio. Cerró su casa de toda la vida, abandonó a sus amigas, su barrio y se vino a vivir con su hija. Necesitaba ayuda, una pequeña enfermedad, muchas horas de trabajo, dos críos y un divorcio duro y complicado. En el fondo a Lourdes, desde que se quedó viuda, ya nada le ataba a aquella casa, demasiado grande, demasiado oscura.

Félix fue el primero en reparar en ella. Era nueva y Félix todo un veterano en aquel centro. Luis la había visto ya antes de que su amigo se lo comentase. Lourdes era alta, nervuda, de espalda recta y huesuda. Con ojos color miel. Subida sobre los tacones bailaba con gracia y ritmo. La primera vez que hicieron pareja ya se conocían. No sólo los habían presentado, sino que se habían observado tarde tras tarde a lo largo de un mes. Por ello, esa primera vez no pareció la primera. No sólo era por el acoplamiento como pareja, ni por no fallar en ningún paso, ni siquiera por mantener el ritmo de la melodía como si llevasen bailando años. Sobre todo, no fue la primera vez por cómo se ofrecieron las manos, por cómo las cogieron, por cómo dejaron que su cuerpo fuera abordado por el otro y por cómo se miraron. Nadie en el salón hubiera dicho que nunca antes habían bailado juntos. No hubo la habitual desconfianza ante el desconocido, no hubo la prudencia propia de quien no se ha tocado, no hubo el recelo habitual de lo extraño. Desde el mismo instante en que se supieron pareja de baile, todo pareció cobrar sentido bajo los sones de la bosanova.

Reconocieron lo vivido en lo que vivían. Él veía el rostro adolescente del amor en las arrugas y la flacidez de Lourdes. Ella sentía como poderoso el abrazo en que la envolvían unos brazos que ya no tenían fuerza. Las manchas de sus manos eran pecas y lunares que contar. Atusaba su pelo con las manos creyendo encontrar una melena donde sólo había unas marcadas entradas. Se veían como eran y como eran hace 50 años. Todo aquello que tenían delante de sus ojos era como se mostraba y como fue. No sólo ellos. Sus sensaciones, sus sentimientos, sus deseos eran los mismos que hacía medio siglo. Poco importaba que su cuerpo estuviese apagado, porque el despertar del amor hace revivir el alma pero también el cuerpo. Vuelve el vértigo en el estómago, la tensión en la piel, las faltas de atención mientras se viaja en la mente, los pálpitos, los suspiros, la sonrisa al dormir.

El vino ha atemperado nervios. Burdeos, carnoso, suave, profundo, como la misma noche, como el restaurante, como el beso de la despedida, en el portal, como a los quince años. Un nuevo amor, amor sin futuro, con fecha de caducidad. Amor que nace hoy y puede empezar a olvidarse mañana. Amor sin proyecto, sin camino, sin horizonte común. Sólo el amor, por el amor. Amor en esencia, sin entregas, sin renuncias, sin sacrificios, sin recompensas. Amor sin olvidos, sin prisas, sin etapas. Amor, limitado, corto. Amor en el ocaso del sol. Un beso para nombrar lo que no se atreve a pronunciar: amor

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