domingo, 30 de octubre de 2011

Destellos de luz

Las uñas fuertes y largas eran un puro artificio. En nada le servían contra la creencia extendida de que valían para tocar mejor la guitarra. Cualquier niño que recién empezase a tocar la guitarra, sabía que eran las yemas encallecidas las que arqueaban las cuerdas, las que ponían la tensión justa, en el momento adecuado para que, en combinación con los dedos que jugaban en el mástil de manera ordenada, la música saliese de la caja con toda la excelencia que era posible alcanzar entre mano y madera, yema y cuerda, hombre y guitarra, adiestramiento y duende. Cuidaba las uñas con esmero, al menos una vez a la semana acudía al antiguo Salón Higiénico Miraflores, hoy Destellos de Luz, tras hacerse con el Salón Marisol, cuando se jubiló Don Abito. Después de una vida de corte tijera por diez, a navaja, quince y veinte con loción, Marisol puso sus ahorros de diez años delante del peluquero para firmar el traspaso en una Notaría de la calle Atocha, donde un Notario afeminado y bañado en exceso en colonia, la trató con una medida desconsideración que hirió la culminación del sueño que trabajó horas y horas de cardados y permanentes, tintes y secadores. Lo poco que le quedaba de los ahorros tras el traspaso más una pequeña cantidad que le tocó de la herencia de sus padres, y que guardaba para apuros de los que nunca se sabe, los invirtió en decorar el Centro de Esteticienne a la moda, con neones centelleantes, elementos metálicos y muchos espejos con piedrecitas de colores en los bordes, como había visto en una revista en la casa de Malibú de Natalie Wood en un reportaje a todo color que rememoraba lo mejor de su vida, una vez que la hallaron muerta al caerse de un yate. Una especie de panegírico postmoderno que por aquel entonces, aún no habiendo alcanzado los ecos de lo que es hoy en día, ya prometían carne couché a todo color.

Andrés, el Cascales, tocaba la guitarra desde antes siquiera poder sostenerla. Contaba, en noches de fino y quinta, que se recordaba a sí mismo, a los pocos días de nacer, tocar la guitarra de forma imaginaria desde el arcón que le servía de cuna y que esa misma melodía fue la primera que arrancó a la guitarra cuando tuvo suficiente edad para mantenerla en su sitio aunque le costase llegar al final de toda ella. Si el fino había sido buen compañero, a modo de cierre de la historia y dándose toda la importancia que podía sin caer en lo cómico, terminaba contando que un director de orquesta alemán, en visita por Madrid, y tras quedarse embebido con su arte, le contó que eso mismo, lo de la cuna, le había pasado al mismísimo Mozart.

¡Cuídame las manos, niña! decía con cierto aire estudiado Andrés al entrar en el Centro de Esteticienne. ¡Cuídame las manos, que es cuidar el arte! apostillaba, con la voz un poco engolada, el pecho lleno de aire estirando la camisa blanca de franelilla y andares copiados de las películas de Dean Martin. Marisol atendía al guitarrista personalmente, y no por la propina generosa, por encima de lo que podía permitirse, que siempre le daba con pose de duque, en un pretendido gesto sin importancia pero que más bien parecía un lance del toreo por lo lento y lo mucho de dejarse ver que tenía. Cada cual juega sus bazas y aquellas eran las que tenía y en las que creía el Cascales y las que le admiraban a Marisol. Entregada y arrobada, hacía gala de sus mejores artes y limaba cada uña con un movimiento continuo y único, según le había enseñado Françoise, que había trabajado en Paris, en un salón de Montparnasse y que encandilaba, a decir de ésta, a los caballeros ingleses que estaban de paso por la ciudad de las luces. Como todas las historias, la verdad tenía poco de verdad, y menos aún interesaba que lo fuese, y tanto daba si Françoise era Paquita, Montparnasse eran las afueras, Val d'Oise y los caballeros ingleses, una partida de obreros que habían trabajado el acero en Sheffield durante las huelgas.

A Marisol le encantaba oir las historias de Andrés sobre la gente famosa que conocía una y otra noche en el Tablao del Cojo, lugar imprescindible de nobles, señoritos, actores, políticos, toreros y cuanto era alguien aquí o fuera de la piel de toro, como poéticamente decía el Cascales, a oídas de un periodista del ABC que gustoso de repetirlo, creo fama y se extendió entre todos aquellos que querían y creían hablar bien. Andrés presumía de que si tal se había acercado a felicitarle, si el otro se lo quería llevar a Hollywood, pero que le dijo que no, porque nunca le gustaron los barcos y menos los aviones. Los pájaros tienen alas y nosotros manos, por algo será, que los pájaros no tocan la guitarra. Ella asentía embobada al relato del guitarrista y se decía que cuando su centro de estética le reportase unos buenos dineros iría al Tablao del Cojo, compraría un vestido de seda china, pediría una buena mesa cerca del escenario e iluminada para que se la viera y bebería un benjamín de champán, que le encantaba como jugueteaban las burbujas en su nariz.

Andrés ponía sus manos en la manos de ella y miraba sus ojos redondos y ligeramente violetas, las pecas que hacían manchas y los rojos, naranjas y ocres que salteaban su melena recogida en moño de apuro. La amaba, la amaba desde los tiempos en que Marisol apareció por el barrio. Cada noche, cada interpretación, el alma en cada traste, el corazón, el rosetón y el amor en cada rasgo de cuerda llevando su nombre.

El Cascales anduvo con algunas mujeres para aliviar humores propios de los hombres y se daba al quite con una camarera del Tablao, a escondidas, porque el Cojo era mirado para los líos de faldas en su garito y porque además, guardaba cierto arrobamiento con la Loles, algo adolescente y celoso, de esos de cuarto oscuro, deseo tapado y precocidad entregada. Así que la Loles se cubría de necesidades con Andrés, sin más pretensiones que las propias del trajín y la diversión, porque tenía claro donde estaban los cuartos y el Cojo, satisfactorio o no, tenía un capital y era generoso con la Loles, como lo es un enamorado que debe algo a la amada. También le hacía a la chica de la pensión donde se alojó antes de vivir en el pisito que ahora ocupaba. Pasaba alguna tarde de visita en la pensión, tomaba el café con Doña Inés y cuando ésta se quedaba dormida, en un cuarto el guitarrista restregaba la tarde y la Lupe se empeñaba en enamorarlo y abrir con él su propia pensión donde los huéspedes le llamasen Don Andrés y a ella Doña Lupe. Ninguna fue para Andrés lo que ella, ninguna era él y su guitarra, ninguna eran sus manos, ninguna era la esperanza y la cante. Solo ella, Marisol.

Un día de otoño, de ese otoño madrileño de cielo azul brillante y limpio, que empasta el suelo de hojas húmedas, la historia tantas veces contada sin el menos atisbo de verdad por el Cascales, se volvió tan real como cuando trajinaba con la guitarra y le afilaba hasta la última nota que tenía aquella madera seca. Verdad y punteo, sueño y cuerda, realidad y melodía. Su guitarra y él, en uno, en algo más que uno, en uno con alma, en alma trascendente que habla en seis cuerdas y dice más de lo que ninguna palabra puede decir. Un empresario gallego le ofreció llevárselo a la Argentina formando un espectáculo de flamenco bueno, dirigiendo su propia compañía. Haría dinero, alcanzaría la fama, atronaría teatros en el mundo. Buenos Aires, Santiago de Chile, La Habana, Miami, Nueva York, rendidos al duende del Cascales y su guitarra.

Ese día, pocos antes de partir, espero en la esquina de la mantequería a que Marisol cerrara la peluquería. Se acercó en el momento del estruendo del cierre y Marisol se sobresaltó, pero ningún sobresalto como cuando Andrés le contó todo, esta vez, sin pretenciosidad, dejando que la verdad hiciera el juego que nunca antes pudo hacer, sin impostura. Le contó, la hizo imaginar, le confío sus esperanzas y la mayor de ellas, volver, volver con ella, volver para ser marido y mujer. Volver envuelto en famas y dineros, volver con ella y a por ella. Postales desde Pan de Azúcar y fotos desde el puente de Brooklyn, cartas desde el Malecón, crónicas de concierto desde Montevideo y promesas de volver pronto desde el Gran Rex. El tiempo, los meses y el año y la prometida vuelta anunciada desde el puerto de Buenos Aires, el tiempo justo para preparar la llegada, apenas unos días y el futuro sin escribir y maravilloso.

La primera edición de la mañana hablaba de una gran tormenta en las Azores y del barco Horus III desaparecido. Buques de las Armadas portuguesa y española parten en busca de supervivientes. La soledad y lágrimas en Destellos de Luz.


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