domingo, 4 de marzo de 2012

Lola se entrega

Dolores Valtierra era mujer de un solo hombre, no sólo porque entregase alma, corazón y cuerpo en el amor, sino que también lo era porque sólo había estado con un hombre o por ser más precisos, con un veinteañero, que no deja de ser un proyecto de edificio sometido a tantos vaivenes que puede acabar en casa, rascacielos o caseta, que los designios del Señor son inescrutables y Dios escribe recto con renglones torcidos, frases hechas que buenos clavos recurrentes a los que agarrarse cuando nos cuesta explicar algo. 


Lola Valtierra, entrada en la treintena, lucía bagaje individual y algo triste, ya que como todos los amores de juventud, para serlo deben acabar mal, porque de lo contrario se convierten en historias de amor, hipotecas, prole y canas. Eso es lo que pensaba y sentía Lola, para ella, en su vocación e intención, sólo existían las historias de amor, aunque el paso del tiempo le había enseñado que son pocos los príncipes, menos los hombres azules y ninguno con las dos condiciones. Aún así, y no por conformismo, sino por no soñar más de lo que en la cama estamos obligados y por el día nos permitimos, si bien no esperaba al hombre de su vida, seguía sintiendo y pensando en un hombre al que entregarse en lo que su ser era capaz de dar,  que era mucho, y con  el que compartir confidencias, abrazos, risas y cenas para terminar haciendo el amor suave y cariñosamente.


Lola no era agraciada, tenía una cara que siempre vio demasiado redonda y para si misma, pensaba que hubiese sido perfecta si la hubiese mirado El Greco. El cuerpo empezaba a pesarle, y los ojos ya no transmitían los sueños que siempre tuvo y nunca cumplió. Quizás por eso desprendía cierto aire de fatalidad contenida, alejado de la pena, pero perceptible en varias ocasiones a lo extenso de cada día. No tanto se podía decir de los momentos de felicidad más alejados en el tiempo. Una vez, oyó a un par de adolescentes llamar cansina a su profesora y aquella palabra le pareció tan propia de ella, que cada cierto tiempo y casi siempre frente a un espejo, como si necesitase recordárselo a si misma, se decía en voz queda pero audible; “Lola, que cansina eres”. En definitiva, encontraba en esa expresión el castigo justo que quería darse y un colchón en el que mitigar la consciencia de no ser feliz.


Pero aquella mañana, camino del trabajo, Lola Valtierra irradiaba alegría al día con su sonrisa, andaba con pequeños saltos y miraba al mundo como hacía mucho tiempo que no era capaz de ver, o al menos, no recordaba. Disfrutaba de cada instante, y tenía la sensación, quizás la certeza, de que si bien pasaban rápido, eran más largos y mas intensos que nunca. 


Lola, sin que sepamos porque pasó, puede que por dos whiskys inesperados, inevitables y desacostumbrados, puede porque el mundo tiene más dimensiones que lo propio, lo esperado y lo correcto, o puede porque era una mujer y necesitaba recordarlo, esa noche había entregado a un hombre, no su alma, ni su corazón, pero si su cuerpo.


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