sábado, 10 de marzo de 2012

Johnny Farrell


Aunque vino a nacer como Juan Lafuente, todo el mundo le conocía por Johnny. Al acabar la mili pasó por varios trabajos, incluyendo una pescadería de género de baja calidad, que le impregnaba de un olor que no conseguía quitarse, aunque se duchase varias veces al día y se ungiese de colonia. Un día, después de librarse aquel hedor con el ritual acostumbrado, entró con un amigo en una whiskería de la Castellana donde el señorío se conseguía con una chaqueta y cartera, siempre que la segunda fuese abultada y la primera de mediana calidad. Mientras su compañero jugaba entre los ligueros de chicas, él se fijaba en un pequeño letrero en blanco y negro: “Se necesita camarero”. 

Juan no se sentía especialmente cómodo en ese ambiente, aunque en realidad no se sentía en ninguno, pero era fácil preferir los perfumes cargados de las prostitutas, el olor dulzón de los puros y aire viciado de la noche. Desde aquel día se convirtió en Johnny.

El barman, siendo niño, se había enamorado de Gilda una tarde de 1.948 en un cine de la calle Leganitos. Según contaba, a la menor oportunidad, había visto la película 83 veces, e incluso había viajado a Asturias en busca de los orígenes de la Hayworth, pues una vez un contratista de Oviedo, entre ginebras y dos morenas a las que metía mano, le había dicho que en realidad se llamaba Margarita Cansino y que era de una pequeña aldea asturiana sin que pudiese precisar más. Así que Juan cambió de nombre en recuerdo de  Johnny Farell y la mejor bofetada de la historia del cine. 

Con los años, Johnny fue aprendiendo el oficio y adivinando al cliente hasta llegar a barman. De un simple vistazo podía saber si un tipo era casado, de provincias, industrial, de cartera amplia, mano espléndida, propina generosa o todo lo contrario. Adquirió la sabiduría de la barra. Había escuchado tantas historias entre copas que desatan la lengua, que  desarrolló la habilidad de decir mucho con pocas palabras, quizás porque después de 20 años ninguna historia le parecía novedosa y para todas ellas tenía las palabras justas y adecuadas. De vez en cuando, aparecía algún tipo distinto y Johnny mantenía una conversación larga, le cobraba a mitad de precio las copas y le indicaba cual de las chicas era la mejor. 





Se llevaba bien con ellas, se convertía en su confidente y le contaban  muchos de sus sueños de princesa. Johnny nunca las despertaba de sus  ilusiones, les ofrecía una mirada de esperanza a pesar de haber visto tanto sueño joven roto y ellas se lo agradecían, generalmente con su cariño, algunas veces con un beso y las menos con un rato de amor en un cuarto. Incluso alguna vez fue algo más, como aquella vez que Rosita, Rosy desde que llegó allí dejando atrás la huerta de Totana tan solo unos meses atrás, quiso quitarse la vida cortándose las venas por culpa de un desamor con un estudiante de Derecho de Valladolid, al que dejo de cobrarle después del tercer encuentro de catre y que le había prometido el amor, la vida respetable y el futuro dorado que en realidad le correspondía a otra, ya prometida, con ajuar surtido de hilo y conveniencia familiar. Johnny la tuvo en su casa hasta qu,e la aún niña, sanó de las heridas de la carne y del alma, para deshacer el camino hacia a la huerta con un billete pagado por él. O aquella otra en la que tuvo que tirar de navaja albaceteña ante un sargento negro y dos soldados rubios de la base de Torrejón, que enfadados abofetearon a una de las chicas y a los que los redaños de Johnny, callado, pero con decisión en la mirada de dejar al menos a uno sangrando en el suelo, les hizo desistir de su bravuconería y largarse camino de la base en un Pontiac azul, que a Johnny, en ese momento, le pareció un coche realmente bonito.


Y así de esta manera, pasa la vida entre whiskys, clientes que vienen y van, chicas que se quedan o desaparecen y sin haber tenido nunca una Rita de pelo rojo que le cantase, aunque su nombre homenajee a Johnny Farell. Quizás aquel barman se equivocó y le hubiese ido mejor siendo Glenn Ford.

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