De vuelta de Francia, tras asistir a la boda de su
sobrina Catalina de Medicis con Enrique de Valois, el Papa Clemente VII, Giulio
de Medici, se detuvo en Florencia y mandó llamar a Miguel Ángel Buonarroti. Le
encargó pintar la pared del altar de la Capilla Sixtina, queriendo dejar
constancia en la historia de su paso por el papado. Miguel Angel que no
disfrutaba con la pintura, su pasión era hacer vivir al mármol, no tuvo más
remedio que aceptar el encargo. A su llegada a Roma al año siguiente antes de
comenzar el trabajo encomendado se encontró que el Pontífice había muerto.
Le sucedió Pablo III, Alessandro
Farnese, que siempre había tenido una estupenda relación con el pintor y
ratificó la misión. Eran tan amigos, que en Roma el Papa sólo recibía visitas,
nunca las realizaba, y sin embargo era frecuente verle en casa del Maestro
interesado por cómo iban los bocetos y dibujos.

Miguel Angel, en su genialidad,
rompió todo ese orden creando un caos ordenado donde las figuras suben y bajan,
rotan sobre si mismas, se agrupan e incluso luchan. Es clara la influencia y
presencia de La Divina Comedia de Dante.
Ya no es el hombre que pintó la
Capilla Sixtina. Era un Miguel Angel avejentado, pesimista, que había conocido
las noventa y cinco tesis de Lutero, el saqueo de Roma por parte de las tropas
de Carlos V y anticipaba el final del Renacimiento y la llegada del Barroco.
Desde enero de 1536 a noviembre
de 1541, el pintor trabajó incansablemente en este fresco de 14,6 x 13,41 metros,
sin más ayuda que la de un joven aprendiz que le ayudaba a machacar los
colores.
En la corte papal creían que al
viejo maestro se le había ido la mano, no sólo era la humanización de los
ángeles que aquí no tenían alas, sino que la cantidad de genitales que poblaban
la pintura, convertía el fresco en obsceno. Pablo III hacía oídos sordos a las
críticas y seguía depositando su fe en el anciano pintor. El mayor enemigo fue
Bagio de Cesena, maestro de ceremonias del Pontífice, del cual Miguel Ángel se
vengaría mas tarde y como luego veremos, poniendo su rostro a Minos, Juez de
los Infiernos, al que una serpiente le muerde el pene.
Después, el Concilio de Trento,
tras fallecer Pablo III, decretó que se taparan un buen número de genitales.
Dicho trabajo recayó en Daniele de Volterra, desde entonces conocido como Il Braghettone, por añadir trapo
(braghe). Miguel Ángel nunca llegó a verlo, pues murió un año antes de que
ocurriese
Desde siglos atrás, Cristo había
sido un hombre adulto y barbado, tal y como lo atestiguaba el lienzo de la
Verónica, a escasos metros de la Capilla Sixtina. Miguel Ángel rompe ese canon
y pinta un Cristo joven e imberbe que recuerda al Apolo de Belvedere.

Para romper aún más con la idea típica, minimiza las heridas de Jesús, sin darle importancia y da mayor relieve a la autoridad divina reflejada en su brazo derecho, tenso, con los dedos crispados, en expresión suprema del juicio sobre los pecadores
La Virgen también es pintada de manera distinta y novedosa. La madre intercesora y doliente, orando ante Jesús, como aparecía en los primeros bocetos, deja paso a una Virgen que aparta el rostro de la terribilitá de la condena de Jesús y en un gesto de esperanza mira a la Cruz que tiene debajo en enseñanza de cómo seremos salvados si aceptamos la fe.


Por el otro lado, a la derecha
encontramos a Pedro como elemento más significativo y que centra la mirada. Lleva
las llaves del cielo. A su lado, con larga barba, su hermano Andrés. Saliendo
de las piernas de Pedro aparece una cara, Santiago, y a la izquierda, está Juan, el joven Juan, sin barba. Sobre él, la Magdalena.

En primer lugar aparece Pablo, de
pie y dando paso al resto de figuras. El anciano de larga barba del extremo
derecho, sobre la cruz es Adán y arriba del todo, junto a una figura con
capucha roja está Noé. El hombre grande que sostiene la cruz es Simón de
Cirene, que ayudó a Cristo a llevar el madero.
La figura que da paso a las otras
con un brazo adelantado es Josué. Su
mano es el reflejo de la de Cristo, un juego ya que Josué es Jesús en hebreo.
Debajo del brazo está Samuel. Sobre él Salomón, arriba de éste David y Moisés
Debajo de Pedro se sitúan los
mártires. Agachado con una sierra está Isaías, sujetando una pequeña cruz el
buen ladrón. Catalina de Alejandría lleva la rueda de pincho con la que iba a
ser torturada. San Blas lleva los peines metálicos y San Sebastián, las saetas.




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